Verdades absolutas, diálogos imposibles: el peligro del radicalismo ideológico 

El radicalismo ideológico es, en pocas palabras, cuando alguien cree que su forma de ver el mundo es la única válida, y todo lo que se opone a eso se convierte en un enemigo. 

Por Miguel Ángel Millán*

* Miguel Ángel Millán es interventor educativo con discapacidad y asesor en tecnología adaptada.


Vivimos en una época donde tener una opinión no solo es fácil, sino también inmediato. Basta con abrir una red social para encontrarnos con posturas de todo tipo: políticas, religiosas, sociales, morales… Y aunque es sano debatir y tener puntos de vista distintos, lo preocupante es cuando esas ideas se vuelven absolutas, inamovibles y radicales. 

El radicalismo ideológico es, en pocas palabras, cuando alguien cree que su forma de ver el mundo es la única válida, y todo lo que se opone a eso se convierte en un enemigo. Este pensamiento se presenta en todos los ámbitos. En política, por ejemplo, vemos cómo los simpatizantes de un partido descalifican automáticamente todo lo que proponga el contrario, sin importar si la idea es buena o no. En lo religioso, hay quienes creen que solo su fe tiene la verdad y todos los demás están equivocados o perdidos. En temas sociales, como el feminismo, la migración o la diversidad sexual, hay posturas tan extremas que ya no buscan el diálogo, sino imponer una visión única. 

Las redes sociales han potenciado esto. Si uno revisa su muro de Facebook, su feed de Instagram o TikTok, notará que casi siempre aparecen publicaciones que coinciden con nuestras creencias. Esto no es casualidad. Los algoritmos están diseñados para mostrarnos contenido que nos guste, que nos atrape, que nos haga quedarnos más tiempo en la aplicación. Y si lo que más nos interesa son noticias de cierto tipo, ideas afines a lo que pensamos, o discursos que nos dan la razón, eso es lo que veremos una y otra vez. 

El problema es que esto nos encierra en una burbuja. Nos hace creer que “todos piensan como yo”, y cuando aparece una idea diferente, nos molesta, nos indigna o nos parece absurda. Así se forma una visión del mundo incompleta, basada solo en lo que reafirma nuestras creencias. Y así, sin darnos cuenta, vamos perdiendo la capacidad de escuchar al otro, de cuestionarnos, de convivir con lo distinto. 

No es raro ver hoy en día publicaciones agresivas, donde se insulta a quienes piensan diferente. Comentarios como “si no opinas igual que yo, eres ignorante”, “los que creen eso son unos fanáticos” o “si no estás conmigo, estás en contra” se han vuelto comunes. Y esto no ayuda a resolver los problemas, al contrario: los agrava. Porque cuando cada quien se atrinchera en su verdad, el diálogo se rompe, y la convivencia se vuelve una guerra silenciosa. 

¿Significa esto que no debemos tener convicciones? Para nada. Es necesario tener ideas firmes, luchar por lo que creemos justo y defender nuestros valores, pero también es necesario dejar espacio para la duda. Preguntarnos: ¿y si estoy equivocado?, ¿y si hay algo que no he visto?, ¿y si el otro tiene un punto que vale la pena considerar? 

Aceptar que no tenemos toda la verdad no nos debilita. Al contrario, nos hace más humanos, más empáticos, más capaces de vivir en sociedad. La vida no es blanco o negro. Está llena de grises, de matices, de colores diversos. Entender esto no solo enriquece nuestra forma de pensar, sino que también nos ayuda a convivir en paz con quienes no piensan igual que nosotros. 

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