Una familia que limita en lugar de acompañar, que impone en lugar de dialogar, termina siendo una cárcel disfrazada de refugio.
Por Miguel Ángel Millán*
* Miguel Ángel Millán es interventor educativo con discapacidad y asesor en tecnología adaptada.
Un Día Internacional de las Familias, conmemorado el 15 de mayo, no es solo una fecha para compartir una comida o publicar una foto en redes sociales. Representa una buena oportunidad para cuestionarnos desde dentro, como familia, sobre qué tanto acompañamos y respetamos la vida de quienes la sociedad ha decidido excluir, y entre ellos, las personas con discapacidad.
La semana pasada se celebró esta fecha a nivel mundial. Aunque pudo haber pasado desapercibida en algunos espacios, no deberíamos desaprovechar la ocasión para abrir una conversación profunda sobre el papel que juega la familia en la vida de las personas con discapacidad.
Durante décadas, el papel de la familia ha sido el de sobreproteger o, en el extremo opuesto, el de abandonar emocional o físicamente a quien vive con una discapacidad. Estas dos posturas, aunque opuestas, tienen un mismo resultado: restan autonomía, silencian decisiones y, muchas veces, vulneran derechos.
Por eso, cuando desde organismos internacionales se habla de promover un enfoque integral, no se trata solamente de incluir a la persona con discapacidad en la conversación familiar, sino de reconocerla como sujeto de derechos. Esto implica preguntar y no asumir, respetar las decisiones incluso cuando no coincidan con las nuestras, y brindar apoyos sin sustituir la voz ni la voluntad de quien los necesita.
No hay inclusión real cuando el núcleo familiar infantiliza a un adulto con discapacidad. Tampoco la hay si la única forma de «apoyar» es decidir todo por él o ella. La inclusión comienza en casa, y es ahí donde muchas veces también empieza la discriminación, aunque con buenas intenciones. Una familia que limita en lugar de acompañar, que impone en lugar de dialogar, termina siendo una cárcel disfrazada de refugio.
Es cierto que en muchas ocasiones las familias no cuentan con herramientas ni recursos suficientes. Viven atravesadas por el miedo, por el dolor del diagnóstico, por la incertidumbre del futuro. Pero es precisamente ahí donde entra la importancia de la información, de las redes de apoyo, del acompañamiento profesional y comunitario. Nadie nace sabiendo cómo incluir, pero sí podemos aprender si estamos dispuestos a escuchar y a desaprender prácticas que, aunque bienintencionadas, no son justas.
Hoy más que nunca, necesitamos hablar de la corresponsabilidad familiar. De reconocer que la persona con discapacidad también puede aportar, decidir y transformar. Que no es una carga, sino un ser humano completo que necesita, como todos, amor, respeto y oportunidades.
La familia, entendida como el primer círculo de apoyo, tiene el potencial de ser un motor de autonomía, pero para eso, debe dejar de verse como salvadora y comenzar a verse como aliada. Acompañar no es llevar en brazos toda la vida, sino caminar al lado, ajustando el paso si hace falta, pero sin olvidar que cada uno tiene su propio camino.
El Día Internacional de la Familia no debe ser solo una fecha para idealizar a la familia, sino una oportunidad para cuestionar su rol en la inclusión real. Porque si bien es cierto que la inclusión debe ser un compromiso social, también es cierto que comienza en casa.