Vivir con sordo-ceguera: sentir lo que otros ni ven ni escuchan 

Imaginemos un día cualquiera para alguien con sordo-ceguera: desde despertar y no percibir los sonidos del entorno ni la luz que entra por la ventana, hasta depender de rutinas estrictas para orientarse dentro de su hogar. 

Por Miguel Ángel Millán* 

* Miguel Ángel Millán es interventor educativo con discapacidad y asesor en tecnología adaptada. 

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Vivir sin ver ni escuchar es una realidad que para muchas personas parece imposible de imaginar, pero no para quienes viven con sordo-ceguera, esta doble discapacidad no solo es una condición médica, sino una forma de vida que exige una fuerza de voluntad admirable y un entorno verdaderamente incluyente. 

La sordo-ceguera no es simplemente la suma de una discapacidad visual y una auditiva, es una discapacidad única que afecta profundamente la manera en que una persona se comunica, se orienta, se desplaza y accede a la información. Para muchas personas, el contacto físico se vuelve el principal puente con el mundo. Un saludo se transmite a través de la mano, una conversación se sostiene con el alfabeto dactilológico, y la lectura se hace con las yemas de los dedos sobre una línea Braille. 

Imaginemos un día cualquiera para alguien con sordo-ceguera: desde despertar y no percibir los sonidos del entorno ni la luz que entra por la ventana, hasta depender de rutinas estrictas para orientarse dentro de su hogar. Los desplazamientos requieren acompañamiento o dispositivos de guía, y las tareas cotidianas se vuelven logros que, para muchos, pasan desapercibidos. Y sin embargo, a pesar de todos los retos, existen personas que logran brillar con luz propia. 

Helen Keller es un ejemplo innegablemente extraordinario. Perdió la vista y la audición a los 19 meses de edad y, con el apoyo incansable de su maestra Anne Sullivan, logró graduarse de la universidad, escribir varios libros, y convertirse en una activista internacional por los derechos de las personas con discapacidad. Lograrlo en un tiempo donde ni siquiera existían los derechos civiles para las mujeres ni para las personas con discapacidad, vuelve su historia doblemente admirable. Helen demostró que la determinación puede romper las barreras más duras de la sociedad y del cuerpo. 

Hoy, gracias a los avances tecnológicos, muchas barreras están comenzando a romperse. Existen dispositivos que transforman mensajes en texto Braille dinámico, como las pantallas Braille conectadas a computadoras o teléfonos inteligentes. Aplicaciones de reconocimiento de voz pueden traducir mensajes a texto, y a su vez, este texto puede convertirse en vibraciones codificadas o Braille para que la persona usuaria lo perciba. También se han desarrollado guantes hápticos que traducen señas en tiempo real, y asistentes virtuales con inteligencia artificial que permiten tener interacción mediante comandos táctiles. 

Sin embargo, toda esta tecnología será insuficiente si la sociedad no está dispuesta a ser parte activa del cambio. Porque la inclusión no se trata solo de tener herramientas, sino de tener voluntad. Es aprender a comunicarse de forma distinta, a esperar el tiempo necesario, a no ver la discapacidad como lástima, sino como diversidad. Se necesita formar a servidores públicos, a docentes, a personal de salud y a la población en general para que entiendan y respeten las formas de comunicación de las personas con sordo-ceguera. 

La Semana Internacional para la Concientización sobre la Sordo-Ceguera, que se celebra la última semana de junio, y el Helen Keller Day, conmemorado cada 27 de junio, no deberían pasar desapercibidos. Son oportunidades para visibilizar las luchas diarias, los avances y, sobre todo, las personas que viven con esta condición. Pero también son un llamado a la acción para gobiernos, empresas, familias y comunidades: la discapacidad no debe ser un obstáculo para vivir con dignidad, sino una razón más para construir un mundo más justo. 

Helen Keller lo resumía con claridad: «La deficiencia más lamentable no es la de los ojos o los oídos, sino la del corazón que no siente y la mente que no quiere ver». Porque al final, no es la sordo-ceguera lo que más limita, sino la indiferencia de una sociedad que decide no abrirse al entendimiento. 

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