El uso de la inteligencia artificial en las escuelas: Aliada o enemiga del aprendizaje 

Por Miguel Ángel Millán*

* Miguel Ángel Millán es interventor educativo con discapacidad y asesor en tecnología adaptada.

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La historia de la educación está marcada por el miedo que cada nueva tecnología despierta. En 1850, algunos periodistas norteamericanos advertían que los niños leían demasiado y que eso podía ser dañino, pues dejaban de jugar o ayudar en casa. En los años 70, las calculadoras portátiles pusieron en alerta a los profesores: creían que los estudiantes ya no pensarían por sí mismos. En los 80, el arribo de las computadoras generó pánico porque la ortografía se corregía automáticamente, y se temía la pérdida de habilidades básicas. Los 90 trajeron consigo el internet, con la sospecha de que nadie volvería a pisar una biblioteca. Más adelante, los smartphones y las tablets facilitaron tanto el acceso a la información que parecía innecesario encender una computadora. Cada paso fue visto como amenaza, y sin embargo la educación encontró la manera de adaptarse. 

Hoy la irrupción de la inteligencia artificial coloca al sistema educativo frente al mayor desafío de su historia. A diferencia de los avances anteriores, la IA no es solo una disrupción, sino una fuerza que amenaza con destruir las estructuras tradicionales de enseñanza. Mientras la sociedad transita hacia un modelo de aprendizaje “justo a tiempo”, las universidades siguen preparando a los estudiantes para un mundo que ya no existe. En lugar de apostar por la memorización, un terreno en el que la IA supera a los humanos sin esfuerzo, deberíamos centrar la enseñanza en lo que las máquinas no pueden replicar: la curiosidad, la creatividad y el pensamiento crítico. 

La IA ofrece oportunidades extraordinarias. Puede personalizar la educación, adaptando tareas y exámenes a las capacidades de cada alumno. También libera a los docentes de tareas repetitivas, dándoles tiempo para lo verdaderamente humano: guiar, acompañar, inspirar. Puede detectar talentos tempranos y brindar apoyos para personas con discapacidad, desde transcripciones automáticas hasta exoesqueletos. No obstante, sus riesgos son igualmente grandes. El uso indiscriminado puede atrofiar la capacidad de razonar y provocar lo que algunos llaman una deuda cognitiva o un “apendejamiento” social. La manipulación de la información por gobiernos o corporaciones es otra amenaza, al igual que la profundización de la brecha digital entre quienes tienen acceso y quienes quedan rezagados. 

Ante esto, es vital redefinir los roles. El docente debe transformarse en mentor y coach, con énfasis en habilidades blandas: empatía, compasión, regulación emocional, trabajo en equipo y antifragilidad. La educación tiene que abrazar un enfoque humanista profundo, con lecturas que vayan más allá del consumo superficial y con diálogos que cuestionen, que formen criterio. El éxito del mañana no se medirá solo en bienes materiales o estatus, sino en la capacidad de impactar positivamente a la sociedad y vivir con autonomía. 

No podemos ignorar que muchos trabajos rutinarios desaparecerán, y que surgirán otros que hoy no alcanzamos a imaginar. La preparación para ese futuro exige que las escuelas dejen de prohibir la tecnología y, en cambio, enseñen a usarla con responsabilidad. Es tiempo de abandonar los planes rígidos y aceptar que la educación es un proceso continuo. Estudiar inteligencia artificial y programación debe ser tan común como aprender a usar un procesador de texto, porque la IA será una herramienta más, como lo fueron en su momento la calculadora o la computadora. 

La pregunta inicial sigue en pie: ¿las escuelas preparan para el mundo que viene o para uno que ya no existe? La respuesta depende de si somos capaces de usar la inteligencia artificial como aliada, sin miedo ni complacencia. La tecnología siempre será neutral; lo decisivo será la humanidad con la que la incorporemos. El reto no está en la máquina, sino en nosotros. 

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