Uno, dos, tres… 

Carlos Rosas 

Giro a mi derecha para observarla recostada en nuestra cama, que es especialmente dura, para que pueda moverse en ella todo lo que pueda. Veo brillar al fondo de la habitación los mangos de su silla de ruedas. Discretamente pongo mi mano sobre su vientre, para sentir su respiración, y procuro no despertarla, para que pueda descansar lo suficiente. Tiene tres trabajos. Más bien, son cuatro trabajos. El cuarto es su rehabilitación. 

Fallo en mi intento de no despertarla, ella siente mi mano y la toma con la suya, entrelaza sus dedos con los míos y yo aprovecho para acercarme más, para encajar mi cara entre su cabeza y el hombro, percibo el aroma dulce de su cuello, suelto su mano y subo la mía a su rostro, lo tomo y le doy un beso en la mejilla. Adormilada, me dice un “te amo”, mientras pongo mi mano en su garganta y siento la cicatriz que le quedó luego de la intubación que le practicaron, justo cuando la pandemia iba arrancando. Cada cicatriz tiene una historia. Las de ella, las de afuera y las de adentro, cuentan tragedias y luchas. 

Mientras atisbo las formas de su cara con la poca luz de la luna que entra a la habitación, pienso en lo que he aprendido a su lado, lo que me ha enseñado. Me enseñó que puedo llorar y pedir ayuda, que no está mal pedir ayuda, que uno no puede con todo y mostrar una necesidad no es igual a ser débil.  

Me frustra que no podamos ir a todos los lugares a los que la quiero llevar porque no hay rampas, porque la calle está llena de baches y no podemos rodar en la silla. El problema no somos nosotros ni la silla, el problema es que vivimos en una sociedad discapacitante, que no sólo la discrimina a ella, sino a todos los que la amamos, porque estamos con ella, porque la que está en la silla es ella, pero con nosotros siempre a su lado. Siento sus miradas de extrañeza cuando vamos al cine, cuando vamos a algún lugar a desayunar o a cenar tacos con la vecina. Ni modo, también tenemos derecho a vivir, a salir, a disfrutar lo que podemos en la ciudad en la que habitamos. Somos dos contra el mundo. 

Su vida cambió en enero de 2020, cuando tuvo un accidente que le causó una lesión medular. Tuvo que reencontrarse, descubrir otra versión de sí misma, para sobrevivir. La mía cambió cuando ella aceptó ser mi novia. Tuve que aprender todo lo que ella había aprendido: cómo ayudarla a que se acomode en la cama, subirla o bajarla de la silla, su dieta, ejercicios… 

Subirla y bajarla del taxi se ha convertido en un momento lleno de ternura y dedicación. Todo comienza con la puerta abierta del vehículo. La tomo con suavidad debajo de sus brazos, le cuento “uno, dos, tres” y muevo su cuerpo, la pongo en la silla del vehículo y ella se esfuerza por acomodarse sola. Cuando tiene que sostenerse en pie, como parte de su terapia, se pone en toda la extensión de su estatura, y yo la sostengo entre mis brazos, su cara queda cerca de la mía, y siento que bailamos, en un instante íntimo, sensual, sonriendo y besándonos, como cuando nos conocimos, antes del accidente, antes de que cambiara el mundo. 

Esa versión de ella, la que tuvo que descubrir para seguir viviendo, es la versión que yo descubrí cuando ambos nos reencontramos. Sigue siendo la persona que conocí hace casi 20 años, con sus manías y voz fuerte, con la mirada intensa y claridad de pensamiento. La diferencia es que ahora sus luchas son más frecuentes. Si algo he aprendido también es que a quien vive con alguna discapacidad el mundo no se le acaba a la primera, porque han aprendido que cada día es una batalla nueva, han adquirido la determinación que da el enfrentar la adversidad de frente. 

Cada momento que paso a su lado, es una oportunidad para conversar. Pasamos horas hablando, nos hemos amanecido platicando, “oye, ya son las 7 de la mañana”, me dice a veces con preocupación. El tiempo adquiere otra velocidad a su lado. 

Cuando estamos haciendo algún plan, para ver qué vamos a comer, qué vamos a hacer luego de que asista a la terapia o que termine de trabajar, suelta una de sus frases clásicas: “¿Qué va a pasar?”. Dejar que pase, le contesto, porque no tenemos otro camino más que seguir adelante. ¿Y qué hay adelante? Es lo que estamos descubriendo. 

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